Puesto a rememorar una adolescencia cándidamente romántica, me sirvo lo que queda del Buzet y con el libro de Blake me voy al sofá desde donde, con un mínimo esfuerzo, diviso la Colonne de Juillet de la Bastille.
Veinte años de tropiezos destrozan cualquier vergel. Me paseo por páginas anotadas con una caligrafía que ya no es la mía. Leo en diagonal el extenso prólogo: explicar la poesía, mejor domar el viento, leer la suerte en las entrañas, ser imbécil pero fiel a Salomón.
Y pese a esa caligrafía plena de curvas inocentes y algo femeninas, me doy de frente con un párrafo que me golpea en el sofá y obliga a un par de tragos:
Y pese a esa caligrafía plena de curvas inocentes y algo femeninas, me doy de frente con un párrafo que me golpea en el sofá y obliga a un par de tragos:
En la mitología Blakeana también están los siete ojos de dios, significando la progresión que va desde el joven Orc al anciano Urizen. Con el aumento de la madurez, con el transcurso del tiempo, se pierde gradualmente energía, y paralelamente se consume menos cultura.
Protesto enérgicamente, aunque sin exagerar. De los poetas románticos, Blake es el único que sigue generándome algo, el único al que no leo con una compasión que se parece demasiado al cinismo de quien murmura con Brassens, otro poeta, que les trois quarts des tocards sont des gens très méchants, des crétins sectaires. Hace no muchos meses leí algunos poemas de Chatterton que me movieron a compasión. Y si eso es un elogio, prefiero una puñalada.
Y puesto ahora a terminar estas líneas citando mis poemas favoritos de Blake, pienso en The Angel, pienso en A Dream y pienso en particular en The Garden of Love, plagiado infame y malamente en una tarde triste, más triste que ésta.
– o O o –
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