Una novela más tarde, aprovechando el aire tibio del Mediterráneo, comienzo a transcribir apuntes de lecturas.
Muy buen volumen de cuentos argentinos. Livianos y eficaces, en todos ellos reina lo fantástico o lo arbitrario. Las influencias son notorias y –creo– positivas. Redundaría decir, por ejemplo, que En la estepa evoca las mancuspias de Cortázar, o que ciertas piruetas (como las de Mariposas) son tributarias de Borges. Quince cuentos redondos y parejos, entonces, con una predilección por Irman, que huele a Tarantino y Hemingway, y considero el mejor logrado.
Apenas un par de bemoles. No sé si Schweblin asistió a talleres literarios pero apostaría, sin miedo a perder, a que los frecuentó largamente. Se nota en la factura de los cuentos, que escasean en imágenes y buscan –y lo logran– esa eficacia casi mecánica de muchos contadores norteamericanos. Como el judoca que sube al tatami y con la primera llave ya volteó al contrincante. Muy bien, ganó en buena ley, un gesto perfecto, pero nos pareció un poco austero, señor, la platea reclama a gritos toreo y lentejuelas. Luego, las voces, que me parecieron lo más flojo, salvo, acaso, la del niño de Papá Noel duerme en casa. Se nota –y es comprensible– que algunas voces masculinas no están logradas. En cuanto a los diálogos, su estricto rol funcional llegó a darme pena por momentos: están al servicio de la historia pero pocas veces logran decirnos algo sobre los personajes. Me parece, insisto, una pena.
Gran placer leer cuentos de esta calidad junto al sol de plomo de Six-Fours-les-Plages, la canasta de dátiles y el vaso de Chardonnay, siempre lleno, siempre frío. Schweblin, al igual que Horacio Cavallo, sobresale en la cuentística actual rioplatense.
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