Algún día, ingenuamente, escribiré la lista de las personas que me duele –la palabra es ésa– no haber conocido en vida, aunque más no fuera a la distancia que impone un escenario o las buenas costumbres de los cenáculos. Y tras los faros obligatorios, tempranos –Nietzsche, Gardel, Zitarrosa, Onetti, Cortázar, Morrison, Gainsbourg– vendrán otros que la vida trajo ya maduro, algo cansado y cínico.
Pierre Desproges es una de estas personas que llegaron, un día cualquiera, para abolir un coditiano que rengueaba de monotonía, estupidez y vacuidad a la salsa reality-show-red-social, tan de moda, tan infecta. En 2007 vi por primera vez videos de su one man show en el teatro Fontaine. Su famoso sketch sobre los judíos me golpeó, por ácido, por irreverente, por la sonrisa sostenida de Desproges que me permitió adivinar su rasgo más destacable: el hombre se divertía con lo que creaba, iba por el humor y no por la crítica social, prefería destilar inteligencia antes que postura o bronca anti sistema
Y era genial. Eso lo diferencia de otros también geniales, como Coluche o Le Luron, que despreciaban a los políticos (lo de Le Luron era odio) y cultivaban con gusto un cierto rol social. Un ejemplo actual de esto, en clave menor, es Stéphane Guillon, más centrado en golpear que en divertirse. Y un ejemplo actual de un Desproges sencillamente no existe en Francia.
Este volumen de crónicas del odio ordinario pertenecen a la emisión homónima que Desproges animaba en France Inter en 1986, poco antes de su muerte. Los textos permiten calibrar hasta que punto Desproges era, ante todo, un escritor. No creo que estén traducidos al español, lo cual es comprensible y también una gran pena.
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1 comentario:
Releo esta entrada y se me ocurre que puede ser difícil calibrar hasta qué punto Desproges es intraducible. Su traducción no es meramente literaria y lingüística (mil juegos de palabras, calembours y contrèpeteries involuntarias puesto que él las detestaba) sino cultural. Y si bien esto es cierto en (casi) todas las traducciones (lea a un japonés y ya verá), en el caso de Desproges es necesario trasladar todo el referencial sobre el que él sostiene su humor. ¿A quién, fuera del ámbito francófono, le harían gracia sus acusaciones en el tribunal de los flagrantes delirios? ¿Aquella genial requisitoria contra Le Pen? ¿O toda la baba derramada ante Dorothée?
Arriesgando una incierta pedagogía, el caso Darwin Desbocatti se me ocurre similar. El año pasado leí "Yo, Darwin" de Tanco (que merecería un apunte aquí, porque tiene una cierta lucidez que me agradó). Me hizo reír lo suficiente como para que valiera el tiempo destinado a leerlo, y aunque Tanco está más cerca de Groucho (a la salsa siglo 21) que de Desproges, es claro que es, ya no intraducible, sino sencillamente intrasladable: habría que explicar Peñarol y Nacional, partidos políticos, la manera en la que Uruguay vive a Argentina (léase a los porteños), los planchas, el carnaval, la dictadura, Kessman, los panchos de la Pasiva…
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